Era gorda y bien fea. Tenía pozos bien profundos en la cara, como si la varicela hubiese sido devastadora en su niñez y para colmo de males la pubertad la hubiera llenado de gigantescos y horribles granos. Nunca le ví un solo grano en la cara, pero era lo que se desprendía de ella. Era mi maestra de sexto grado de Matemáticas.
Ella me enseñó la regla de tres simple, el concepto matemático más útil en la vida de cualquier ser humano aparte de las tablas de multiplicar. También nos daba clase de Ciencias Sociales en otras horas distintas. Allí le dió más énfasis a la geografía que a cualquier otra rama: los mapas me empezaron a fascinar por su culpa a los once años. Cultura general, que le dicen, lo que me dejó a mí.
Se hacía la dura, la rígida, la matona, la dictadora. Sobre todo para que los chicos dejaran de correr en el recreo o para que dejen de hablar al cantar el himno. Y surtía muy buen efecto: el terror que los chicos le tenían era inversamente proporcional a su edad; los chiquititos de primer grado le tenían un terror absoluto, su presencia nomás los hacía quedarse mudos y con los ojitos bien abiertos. Y ni hablar si iban corriendo por el patio y por estar absortos en sus juegos se chocaban con ella... era como si hubieran visto un fantasma. Y así el terror iba disminuyendo con los años, conforme aumentaba la insolencia en algunos casos o a medida que se iban dando cuenta de que era pura espuma. Y así hasta que te tocaba como maestra, ineludiblemente entre quinto y séptimo grado. Y allí sucedían dos cosas: si eras medianamente perceptivo te dabas cuenta de que ella no era tan así, de que ese personaje era una coraza grande como su panza, que de cuando en vez hasta sonreía bajo esa careta llena de cráteres. O te seguías comiendo el personaje, y terminabas preguntándote cómo puede ser tan hija de puta y terminar odiándola.
Así es que los que le tomábamos cariño éramos pocos, y jamás se asumía este amor ni siquiera frente a tus compañeros de clase. Existía esa paranoia típica de la dictadura, en donde no se quería hablar de nada subversivo con nadie porque tu interlocutor podía ser un milico encubierto, disfrazado de Fidel Castro. Todos podían ser potenciales odiadores de la “seño”. Y ella se daba cuenta de esto, y ahora me doy cuenta de que se divertía mucho jugando ese papel.
Todo eso junto era Mi señorita Rita.